Sepa usted que mi sueño, si los es, es recurrente. Camino sobre las piedras sueltas del canto de un abismo. Avanzo con cautela pero es inevitable dar el mortal tropezón, cede la roca debajo de mí y antes de comenzar a gritar despierto de un sobresalto en mi cama.
Véame o intente hacerlo, tendido sobre las sabanas, con el corazón desbaratado por el miedo y varias perlitas de sudor en la frente. Pero lo que ahora he decidido contarle me ha llevado a la frontera de lo incomprensible y usted comprobará si le ocurre lo mismo.
Una noche o madrugada, aún me es difícil recordarlo por qué no registré la hora en el reloj. Desperté antes de caer al agujero de mis pesadillas y la primera impresión de la realidad sacudió todavía más mis alterados sentidos. De la manga del pijama, de mi brazo se abrazaban fuertemente los dedos de una mano humana. Doblado el codo, el hombro y demás en el incognito.
Se recogió cuando sintió mi escalofrío, anidó la extremidad debajo de la cama. Aunque la curiosidad me quiso llevar a aquel sitio fui prudente y ni siquiera asomé la imaginación ahí donde ella estaba. Durante varios minutos intenté no moverme para no hacer crujir del catre y llamar la atención de la tenebrosa visitante de mi cuarto.
Pero no volvió sino hasta el día siguiente y al siguiente, siempre después del conmocionado despertar. Ahí estaba prendida de mi terror, otras veces, solo quedaba la tibia impresión de sus dedos en mi piel. Fue de tanto soñarla o verla realmente que pensé, contribuyeron mucho mis lecturas de demonios oníricos, tal vez sería aquella cosa la encargada de empujarme o arrastrarme cada noche al abismo.
Con la intención de ahuyentarla o mejor matar a la perturbadora diestra, ayer, guardé un cuchillo debajo de mi almohada, así apenas volví de aquel mundo, con solo ver a la intrusa mano y en una patética actitud heroica la rajé con el filo brillante. Herida pero sin llorar ni una gota de sangre se escondió en la oscura densidad de una sombra.
Hoy cerré los parpados dispuesto a soñar varias horas y sin molestias pero no sucedió nada parecido. Me dormí y de inmediato llegué al borde del infierno de intestinos negros. Haciendo equilibrios, tanteando las piedras puestas en la boca de la muerte. La gravedad aumentada y un viento misterioso estaban en contra mía, se remeció el suelo, pise mal una roca…
Y nuevamente, como ha sucedido hasta ahora, resbalé.
No apareció la salvadora mano a rescatarme en el último instante de volar sin alas a la profundidad agobiante por qué eso es lo que hacía: me salvaba asiéndome y despertándome. La caída fue indulgente desde la cima de vientos gélidos hasta la silenciosa habitación. Indulgente porque el impacto levantó la sabana para dejarla caer y cubrir decentemente el garabato espeluznante.
Respiro despacio, apenas lo hago y me acompañan el vientre, venas y cabeza exhalando sus humos íntimos. Mi dedo se desgrana en coágulos y tímidamente la misteriosa mano, como una sierva menospreciada pero fiel, roza la uña de su índice por mi palma desconsolada. Yo digo, y no se ría, con cierta esperanza: solo es un sueño, pero el dolor disminuyendo y un claro amanecer de pájaros, me dicen todo lo contrario.