
La sonrisa, interminable curva, se abre en la cara del pequeño y a ella le precede la risa. La carcajada se ahoga entre la bulla de otras máquinas y el desquicio de otros jugadores.
-Nadie le vencerá- solían decir del último rival en el juego de los peleadores callejeros. Un general de uniforme rojo, botas marciales, rostro duro, asombrosa habilidad y poderes sobrenaturales. Contra él íbamos después de clases para hacer posible lo imposible.
Aburrido de tantos exponentes y cosecantes escapé. Más tarde de saltar la barda del colegio y antes de insertar la ficha me di cuenta del suceso milagroso. Alguien jugó, probó la victoria y marcó su record en la memoria de la consola junto a sus iniciales distinguidas y envidiables.

De los muchos sueños elaborados a esa edad siempre preferí soñar dejar mis nombres grabados en el ranking del torneo. Batir y vencer a los mejores con una sola ficha, terminar el round final con el enemigo inconciente en el suelo en medio de la ovación de anónimos y virtuales espectadores del último escenario de las luchas.
-Miren a Carlitos, esta en otra, mucho vicio- comentó el de mi costado, desatendiendo la advertencia del profesor de matemática. Carlos ojeaba el libro sin necesidad de hacerlo y sus ojos revisaban su lado derecho e izquierdo, parecía sufrir el acecho de alguien o algo invisible para los demás.
-Estaba a punto de matarlo, de ganar, lo juro por mi vida- relató en el recreo, en el baño repleto de alumnos y nosotros atendíamos aguantando las palabras porque queríamos preguntarle pero le dejamos hablar y contarnos su historia. -Jugaba como nunca, sin poderes, nada, pura técnica y le doy hasta tontearlo y cuando voy a rematarlo… me detienen unas manos que salen del televisor-
Las brillantes manos, frías como el vidrio, le impidieron realizar los movimientos y detuvieron sus dedos antes de que alcanzara los controles. El oponente se recuperó, con una magnifica combinación de puños y tacos, y venció rápidamente a Carlos, recién los fantasmales brazos desaparecieron. Con espasmódicos gritos, sofocado por el miedo, cayó al piso conmocionado.
-No le creo nada- conjuró Marcos y pescaba una mosca para quitarle las alas. Caminábamos sin percatarnos de los avisos en cada poste y cubriendo las paredes descascaradas de las calles feas por donde íbamos. No atendimos a la información de los papeles: Un muchacho de nuestra edad estaba desaparecido. Si en lugar de mirar a la chica del uniforme granate hubiera leído el comunicado, quizás identificaba los nombres o las iniciales del chico y me daba cuenta que coincidían con las del único vencedor del videojuego de los peleadores callejeros.

-Si apretas hacia abajo, luego arriba, rápido y después le das a ambos botones da un golpe especial, solo para maestros- recomendaba miguel y desperdigaba trocitos de galleta sobre los comandos del popular juego. Marcos lo hizo diestramente y consiguió una maniobra imposible según las leyes de la física pero factible en el universo de los circuitos y los chips. El oponente no pudo detener el ataque en ese plató sin gravedad y recibió la paliza mientras su barra de energía se redujo aceleradamente.
Le alentamos la voluntad, compró más fichas, y fue empecinado por otro intento al ser vencido por el gimnasta de la mascara y las cuchillas a modo de garras. Cayó el boxeador, penúltimo combatiente, y se abrió la esperada escenografía. Todos coreamos el nombre de Marcos mientras en una ráfaga eléctrica entró el general con su sangrienta indumentaria. Uno, dos, tres, comenzó a correr el reloj y también ambos a repartirse patadas extravagantes.
Todos gritamos ante el enfrentamiento, nuestro amigo ganaba, se desesperaba con los mandos de su personaje. Jalaba y empujaba la palanca, hincó sin misericordia las teclas y se remeció el armatoste. –un tinco y te haces famoso- El rival estaba a punto de caer y entonces ocurrió.
Observamos desentendidos los tentáculos radiantes que surgieron de la pantalla y germinaron en curiosas manos donde podíamos ver el paisaje artificial y a los deformados luchadores. Esas cosas atraparon a marcos, no le dejaban tocar los controles, nosotros tirábamos de él para ayudarle y no lo conseguimos.
Perdió la pelea y mucho más. Cuando el fantasma le liberó él lloraba y rezaba asustado, lo supe al percibir en el roce, su piel erizada. Nos abrazó e intento caminar, sus zapatos resbalaron, tuvimos que ayudarle y le cargamos. Al llegar a la puerta del salón miré hacia atrás y solo quedaba el rótulo chillón: El juego terminó. La maldita lápida, el odiado epitafio y la risa grotesca del retador, la burla del vencedor sin alma, pero junto a ella otra risa, aguda, la risotada de un niño.

Al crecer los recuerdos se confunden con fantasías y anécdotas, cuesta separar las ficciones, las ensoñaciones y pesadillas de los acontecimientos reales, amenos y vergonzosos. Lo que me hace temblar es confrontar la verdad porque hacerlo me consumiría en la locura.
En uno de esos recuerdos yo vuelvo a la cabina, comienzo a jugar y desde el principio reconozco a uno de los personajes cuadriculados y desatendidos del juego. Es el niño perdido. “Llevaba un polo celeste con rayas verdes, pantalón forrado con gamuza en las rodillas y zapatillas azules y si le ven llamen al siguiente número telefónico…”. Él observa las peleas como un decorado más del artificio electrónico, sin embargo esta presente en todos los pintorescos escenarios y dispuesto a impedir, en el momento final, superen su record.
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