lunes, 22 de septiembre de 2008

Desamparado

desperté,
no tenía mis manos,
desde las uñas a los brazos
sentía un escozor insólito.
y lloré sus ausencias.
Más llanto hubo
cuando no tenía nada:
Manos,
para limpiar los mocos
y la tristeza esplendida.

desperté,
no tenía mis ojos
y tanteé la almohada
el piso, en busca de luz
sentía el calor
de las lágrimas
mientras me las tragaba.
Sin ojos para llorar
consolé el alma
con un grito de pájaro
de dios abatido
por una piedra insolente.

desperté,
no tenía mi boca
y golpeé con los codos
las paredes mientras
extrañaba un tremendo
rayo proveniente
de mis costillas.
Me censuraron
la sonrisa y los suspiros,
me quitaron todo
poco a poco, día a día.

cuando no era nada más
que un fantasma,
merodeador de habitaciones
del alba a la luna,
me embargaron
los sueños de ayer
y sus consecuencias:
ideas, deseos y demas,
en ese orden.

desperté un día
y me habían devuelto todo
pero no podía
dar muchas gracias
disfrutarlo, ni reir,
ni mi llanto más alegre
supo prosperar, otra vez.
solo me aterraba
la sensacion de cadaver
olvidado y extraviado
sin misas, llantos, ni oraciones:
el desamparo.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

casi fantasma

Le halle descansando, sentado sobre una piedra al lado de la carretera, ambos hacíamos camino al pueblo llamado Yura Viejo. El Tendría sesenta años o más, llevaba una gorra azul sobre la cabeza, camisa envejecida del mismo color y una mirada debilitada por el sol. Las simétricas arrugas que enmarcaban sus ojos hacían sospechar senderitos de lágrimas próximas sin embargo aún no sabía si el llanto sería de alegría o tristeza.
Rápidamente nos unió la fraternidad que siempre afecta a los peregrinos, a los viajeros que comparten el mismo andar y requieren decir algo para no hacer caso al cansancio, el sudor y al tiempo. Pronto abandonamos el asfalto caliente e ingresamos a un atajo hecho por los pies constantes de los pobladores locales.
Quince minutos después del saludo éramos buenos amigos, de alguna manera también hermanos. Iniciamos una conversación acorde a nuestra situación, me contaba sus recuerdos mientras removía la tierra con sus zapatos antiguos, inapropiados para un trote tan duro.
“Hubo una gran fiesta antes de que me fuera, en el aniversario del pueblo y las familias más ricas, prepararon comidas y ponche…” decía con palabras lejanas. Lanzó una laja al hondo abismo que se abría al lado izquierdo del caminito y yo capturaba las imágenes del sitio con una cámara fotográfica no profesional pero que me calaba el ánimo de artista.
La conversación derivó en un gesto de duda por parte de mi camarada, perdimos rumbo, sabíamos que no podríamos remediar el error regresando todo lo andado así que inventamos un pasaje en medio de las enormes piedras y los dominantes arbustos que se impusieron de repente.
Fatigado pero nostálgico señalo una parte del paisaje, en el lugar a donde su dedo apuntaba hace mas de treinta años se desbarrancó un ómnibus y murieron diez personas, “nosotros bajamos y habían muertos botados como sacos, otros estaban malheridos o mejor dicho bienheridos pero lo que nos sorprendió fue encontrar a un niño abrigado, envuelto en mantas, se salvó de milagro, ni lloraba…”
Detuvo su relato cuando una culebrilla de cerro paseó su torso gris frente a nosotros, trazó veloz un enigma en la tierra y se escondió debajo de un hatillo de flores amarillas.
“Dicen que es de mala suerte…” asintió y yo no quería pensar en eso, invente que en otras sitios es de buena suerte porque utilizan la piel de las culebras para elaborar emplastes que cierran heridas y borran contusiones.
Desgastados los zapatos hasta la voluntad, encontramos una cruz erguida en el cerro, cruz que llevaba una mascara que representaba el rostro de un cristo agónico y que indicaba la cercanía de nuestro destino, descansamos un rato y hablamos de mi afición por la fotografía y superé sus ingenuas preguntas con respuestas difíciles. Posteriormente yo hice las preguntas y recién supe que mi amigo volvía después de tres décadas a su pueblo natal, volvía con el deseo de reencontrar a los amigos de la juventud que mantenía en recuerdos y algunas fotografías polaroid, para saber que paso con esa chica que le gustaba tanto y nunca le dijo nada por temor a un No, su patética confesión me era tan familiar.
Yura Viejo nos recibió con sus calles sin personas, con cielo entristecido, es decir con promesa de lluvia y viento que se metía en los maizales para saberse fuerte doblando las cañas y espantando pájaros.
Deje a mi amigo descansar en una banca de la plaza, molesto por no ver a las chicheras en las esquinas que le maten la sed con el espumoso líquido de sus baldes blancos. También sediento pero resignado me fui a recorrer el pueblo, después de una hora de fotografiar cuanto lugar me llamaba la atención regrese a la placita y encontré a mi camarada conversando con un anciano de barba, bigote y sombrero de mimbre, parecía enfermo de tanta soledad. Me acerque para participar de la charla, sin embargo esa solemne comunión que formaban ambos me impidió decir y solo escuche. Mi amigo se enteraba de lo que aconteció en su ausencia, matrimonios convenientemente felices, hijos ingratos que se fueron y olvidaron a sus padres, señoritas indecisas abandonadas por los amores de su vida y sequías que quemaron cultivos y llagaron la esperanza de la gente.
Cabizbajo, con la gorra azul sobre las rodillas, sorteó nombres y apellidos esperando recibir una respuesta que aligerara el peso de su corazón ansioso, pero todas las personas a las que conoció ahora eran huesos bajo la tierra del pequeño cementerio establecido junto al templo de Yura Viejo.
“el tiempo no perdona…” pronuncio para si mismo pero le oí y en su rostro aparecieron mas arrugas y hasta sus pestañas llegaron las primeras gotas de la lluvia que escondieron eficazmente las lagrimas que soltó.
Recién a las cinco de la tarde llegaría el transporte que nos devolvería a la ciudad. El viejo del bigote cano se volvió a su silencio para contemplar las paredes del templo, mi amigo mojaba las manos en un charco y ambos nos escondimos de la lluvia debajo del ala de un techo de calamina.
Aplastaba sus recuerdos con repentinos suspiros y se resistía a ver siquiera la puerta del panteón. Trataba de encontrar en el ruido de la lluvia y el distante ladrido de un perro: el ruido de una fiesta y las risas incontenibles de otro tiempo, pero no lo consiguió.
Finalmente abordamos el vehiculo de franjas rojas y amarillas que parecían incandescentes y violentas flamas. Partimos con un cielo oscurecido y lloroso sobre nosotros, “como aquí adentro” pienso que hubiera añadido mi amigo del que nunca supe su nombre.
Finalmente consentiré un pensamiento, él era un fantasma, exactamente un fantasma o casi un fantasma que desapareció cuando le toco un soplo de verdad que no pude distinguir.
Pero mejor digo lo que paso: me quede dormido y no lo vi bajar del vehiculo así que no se con precisión si se extinguió en el asiento como un fuego débil o pago el pasaje convenido y piso el suelo del paradero antes de que yo despertara. Probablemente al amparo de su gorra y sobre la tierra mojada diga lo mismo aquel extraño que regreso a Yura Viejo después de tres décadas para ver a sus amigos.