martes, 29 de septiembre de 2009

LA MANO NEGRA QUE ASUSTÓ A AREQUIPA




“La he visto, detrás de la puerta del baño, una mano negra y fea como una enorme araña…” confesó la niña con voz grave y la carita tan pálida como las hojas del cuaderno que dejó abierto sobre la mesa. El profesor revisó de reojo el cajón de su escritorio, los niños se miraron asustados y la pequeña sin más que decir comenzó a llorar…

El tiempo ha borrado la fantástica y tétrica historia de la cadavérica mano que deambulaba por los baños de los colegios para asirse con fuerza sobrenatural a la frágil garganta de niños y adolescentes. Sin registros, aparentemente, en los diarios locales sobre aquellos acontecimientos que alarmaron a los arequipeños solo subsiste en la memoria de los locutores radiales los inquietos comentarios que sonaron en las emisoras aquel año de 1993.

Entonces yo no superaba el metro y medio de estatura y oía asombrado a mis racionales padres conversar con mis tíos sobre las distintas, aterradoras pero nunca confirmadas apariciones de la maligna diestra. La leyenda se esparció entre la población en forma de inofensivo rumor para asumir posteriormente la simetría del pánico.

La temible “cosa”, fantaseaban los mistianos, paseaba por entre las tumbas de la principal necrópolis de la ciudad, una sombra fugaz sobre el mármol y la hierba del cementerio de La Apacheta o se escabullía entre la basura de las torrenteras. Las leyendas sobre manos criminales amparadas por el misticismo que siempre adora la gente de nuestra región hicieron frente a la hipótesis de que eso era una niebla propiciada por el gobierno después del polémico autogolpe de estado (1992) para desviar la atención de la opinión pública.

¿A quién le pertenecía la maldita mano? Cundió la inquietud y el imaginario popular respondió: Un grupo de desalmados ladrones vieron con codicia el brillante del anillo que ostentaba una linda jovencita. Ella se resistió con uñas y gritos al asalto y los maleantes con cuchillos, enfurecidos, le cortaron la mano. De la mujer mutilada no se supo más pero la parte amputada habría cobrado vida para recuperar su sortija de compromiso.

Los profesores consentían que las alumnas fueran en parejas al baño porque no se atrevían a ir solas. En los conclaves de estudiantes se generaban más miedos: En la noche se ven cuatro brillos que son las gemas de los cuatro anillos de un brujo que murió en un accidente automovilístico donde un acero le rebano el brazo y la fuerza del golpe desprendió la joya de su quinto anillo, la que ahora busca sin importarle matar para conseguirlo.

Pero la sanguinaria mano al igual que la leyenda de la fantasmal Mónica, nació en España como parte del folclore ibérico y superó el océano atlántico para llegar a nuestro continente y en su itinerario de terror, visitar la Ciudad Blanca. En Segovia, consideraban a la mano una entidad diabólica que jugaba con sus victimas: tocaba sorpresivamente el hombro del distraído para cuando se girara arrancarle los ojos con sus largos dedos oscuros.

En 1884 apareció el cuento popular de “La Mano Negra” cuya publicación consagró la leyenda andaluza sobre un anciano pobre, sus tres desgraciadas hijas y un terrible Ogro. El colosal habitante del bosque pide como esposa a la hija mayor y a cambio promete entregarle dinero al viejo, éste acepta el deshonroso trueque. La desposada, aterrada, se va a vivir con el monstruo, quien le entrega una mano negra y le ordena comerla. En ausencia del coloso la joven arroja la horrible extremidad a un pozo y al retornar el marido le miente diciéndole haber cumplido la orden. ¿Dónde estas mano negra? Pregunta el desconfiado y las siniestras falanges trepan las paredes del pozo hasta llegar a la mesa. En castigo, por la desobediencia, el Ogro asesina a la mujer.

El mismo destino alcanzará a la segunda hija mientras la más pequeña, convertida en núbil consorte, es obligada a realizar la prueba. La muchacha ingeniosamente guarda la mano en un pañuelo y lo ata a su cintura, cubriéndolo con su ropa. ¿Dónde estas mano negra? Interroga el astuto Ogro y del interior de la niña viene una voz que responde: En la barriga.

En algunas localidades de Sudamérica y España se podía convocar a la asesina pronunciando tres veces sus nombres dentro del habitáculo de los servicios higiénicos y el remate del conjuro era jalar la cadena del baño. En medio del estrépito y la turbulencia del agua del inodoro surgía presta la intrusa con el único propósito de estrangular al imprudente.

Tres diferentes palmas con sus arácnidos dedos, así la imaginaban en otros puntos de la península a finales de los 70: una mano de muerto completamente negra, otra bañada en sangre y una mano blanca. Únicamente la última era benevolente mientras las otras compartían la urgencia de cerrar sus prolongaciones en el cuello de la infortunada persona que la llamara o tropezara con ella.

Su pariente azteca es “La Mano Peluda” que se esconde en los agujeros de los muros y rincones de las casas de México asimismo de Colombia. Una diestra cubierta de vellos de largas y filosas uñas que se asoman por las ventanas para rasguñar el vidrio y atemorizar a los infantes.

En Castilla, España, todavía persiste la costumbre de vadear con una distancia más que prudente los charcos porque creen que en las aguas enfangadas se oculta una enorme zarpa de uñas negras. El habitante de la humedad es una entidad femenina y vengativa que se ocupa de los niños curiosos para arrastrarlos hasta su morada. Si revisamos cada circunstancia, la protagonista de nuestros espantos utiliza el agua como vehículo para trasladarse, siendo a la vez su hábitat sobrenatural. Para matizarla de credibilidad y darle vigencia a la leyenda fue necesaria su adecuación, así el pozo del siglo XIX fue reemplazado por el asiento de porcelana del baño y las tres manos de diferentes colores son la alegoría de las tres hermanas del folclore andaluz.

Han pasado más de quince años y aquella grotesca pesadilla, visión o realidad que asustó a Arequipa espera latente como toda leyenda y llegará el momento de su reaparición. Alguien apuntará hacia un montículo de basura o a las piedras que sostienen una cruz de palos y gritará: La mano negra.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Debajo de la Cama




Vivo en una antigua casona de lava volcánica contenida en sillares opalinos. Vivo solo en la antiquísima e inmortal mansión de habitaciones ocupadas por muebles coloniales sin rastro de las tecnologías de este siglo. Vivo solo y con un gato que me irrita la soledad.

Una vez cada semana viene un anciano para desbrozar el jardín de las hierbas olorosas, limpiar la casa minuciosamente y especialmente, a mi pedido, exterminar a todos las inquilinas de ocho patas que se refugian detrás de las pinturas de mi ascendencia y anidan sin respeto sus larvas en las calidas páginas del Conde de Lemos.

Mi temor a las arañas es parte del legado de mi padre. No soporto su tétrica y oscura fisonomía, de estrella deforme sobre el cielo despejado de mi pared. La observo exánime cuando después de una lectura cede la imaginación al sueño y en un ramalazo de realidad aparece veloz en el suelo en busca de mi mano.

La presiente mis escalofríos cuando baja lentamente y sosteniéndose de una seda casi invisible. Apuñalándome con los brillos de sus ocho ojos.

Araña, me conmociona su maldita naturaleza, no temo el veneno letal que algunas poseen sino su endemoniada figura y su instinto cazador y caníbal.

A veces las hallaba reinando detrás de una cortina. Sorteaba su dominio y la recluía en la habitación, clausuraba las puertas de acceso hasta la llegada del exterminador. En una ocasión desbaraté una geométrica red de cabellos y moscas. Fue mi hazaña con tizón, manos enguantadas y una hora de indecisión.

Pero una noche, hace ocho noches, antes apagar la luz descubrí a la intrusa. Primero fue una sombra después una mancha, pero las sombras y las manchas no se mueven.. La intensidad del lumen deformó mi visión, guardé los pies en la cama y presioné el interruptor. No demoré en percibir un cosquilleo en la mejilla, la sugestiva caricia me inquieto y me deshice del diminuto fantasma a bofetadas.

Di con el botón de la luz artificial. El visitante aún permanecía junto al cuadro de mi padre, comprendí que no dormiría mientras cohabitará en el cuarto con el arácnido. Avancé descalzo y recogí el arma de la mesa, un voluminoso libro de Julio Verne. En esta oportunidad el espolón del Nautilus arremetería contra la tejedora Aracné. No se movió, recibió el peso con solemnidad y valentía. No me detuve a descifrar el garabato de la muerte en el forro del libro y lo abandoné en el suelo, después vino la oscuridad y el siseo por el sueño del héroe vencedor.

En la primera hora del nuevo día sonó un golpe: una puerta al cerrarse, un trueno distante, trescientas paginas en sólido contra el muro. Desperté y la primera imagen me aterrorizó, en realidad fue la segunda imagen. La primera fue una silueta estelar y al alumbrar la estancia quise gritar pero ni el grito apareció. Una descomunal araña se sostenía de la bóveda de mi habitación.

No me refiero a esas especies tropicales que llegan a los veinte centímetros de largo y poseen patas tuberosas y peludas, mandíbulas fuertes pero estériles.

La araña que veía mientras me escondía más y más debajo de las sabanas era una especie doméstica pero de dimensión monstruosa. No podía urdir una escapatoria solo la esperanza del grito y el sobresalto en la cama para respirar aliviado y sudoroso después de la pesadilla. Era mi única salvación, pero eso no ocurrió.

Permanecí expectante de aquella terrorífica constelación hasta que se movió. Mi corazón también se descolgó ante el acontecimiento. La amenaza ahora descendía por una cuerda brillante, sin prisa, pero vigilante.

Seguí hipnotizado su vientre de terciopelo, encontré la irregular marca de unión con el tórax acorazado y brillante. Sus patas de dos metros, aproximadamente, pincharon la madera del piso. Construyó con su anatomía una celda alrededor de mi cama y su cabeza de ocho guías se dirigió a mí. Con agilidad sucumbió bajo el lecho, se escondió y rozó con una de sus extremidades mi brazo, percibí su piel dura o esqueleto áspero y me desmaye hasta el amanecer.

Al despertar no me atrevía a bajar los pies en busca de los zapatos pero me convencía íntimamente que los sueños son reflejo de los miedos y se sobredimensionan por las angustias del día o las comidas abundantes. Caí sobre el suelo, convencido, habría hecho algunas flexiones o arreglado el desorden de mi mesa pero distinguí una ganzúa velluda apretando la sábana caída. El extremo descuidado del habitante de mi dormitorio me hizo correr por el pasillo hasta el umbral. Recogí algunas ropas del cuarto de lavado y escape de mi casa.

Estuve siete días en la ciudad, en la incomodidad de un cuarto de hotel, con insomnios que vencía al amanecer, sueños que duraban nada y lo poco que duraban estaban infestados de ocho patas. Me curé la aracnofobia sin conocer el remedio, fue la humillación, y al octavo día retorné a la casona para ahuyentar a la invasora. Recorrí cada habitación con la pistola que compré en mi cumpleaños anterior, nunca la había usado. Revise mi cuarto, me asomé bajo la cama y apunte la lenidad de una incipiente pelusa que desapareció con el estruendo, la bala perforó el grueso del marco de la ventana.

Abracé la almohada y dormí satisfecho. Un ruido constante se entrometía y molestaba mi descanso. Supongo que el Rigor Mortis cedió, los dedos se desplazaron un poco y el objeto que sostenía cayó sobre mí. Parpadeé con el ceño fruncido de dolor y levanté el pesado cuerpo. El libro tenía en letras doradas escrito sobre un paisaje marino: “Veinte Mil Leguas de Viaje Submarino” y la palabra –Viaje- sucia con una mancha cobriza.

Subí la mirada, chisporroteaba el circuito de iluminación y cruzaban el cielo abovedado fibrosas cuerdas que componían un enigmático tejido adornado con dos bulbos de distintos tamaños. Las presas fueron momificadas y envueltas en la seda de la colosal araña. Una mano blanca aparecía en las enrevesadas telas y la otra capsula obviamente protegía las entrañas apetitosas del felino. Caí de la cama cuando intenté recoger la pistola y en la guarida oscura, bajo mi lecho y detrás de mis zapatos, brillaron ocho puntos al acecho. Dispare varias veces…

-º-º-

-¡Disparé y disparé!-. Repetía el excéntrico viejo mientras los hombres de blanco le revisaban con sus instrumentos y no podían evitar distraerse viendo el decorado de la cámara, con cuerdas que trazaban supuestas trampas arácnidas. –Estaba loco antes de que le picara la araña- comentó el viejo jardinero. No encontraron los dos puntitos carmesí pero la sintomatología era propia de un veneno corrosivo, probablemente el de una viuda negra. Deliraba envuelto en la sabana y lo sacaron del pulcro ovillo. La necrosis palpitaba sobre sus piernas, estomago y brazos: no sobreviviría. -Le disparé pero sigue viva, esta escondida ahí-. Les conmovió su perturbación, sus últimos minutos de locura. Pero aun así, nadie quiso mirar siquiera a donde apuntaban los ojos del moribundo.

lunes, 14 de septiembre de 2009

CANCIONES EN CLAVE DE MISTERIO











Con dificultad trato de apretar las cuerdas de la guitarra para formar con la gimnasia de mis dedos la clave de una nota difícil para el principiante. Suavemente desciende mi diestra como un abanico, nacen sonidos que se esparcen por la habitación y comienzo con torpeza una canción triste, una de esas canciones cuyos hacedores convencieron al llanto, la desesperación, la locura y a la misma muerte para que se conviertan en música y canto…

Todavía la encuentro en la radio, cuando algunas emisoras, entre sorteos matutinos de alimentos y detergentes la sueltan en sus dos horas dedicadas a los boleros de antaño. Se titula “Bodas Negras” y la interpretó el ecuatoriano Julio Jaramillo. Imagino una película en sepia donde una pareja, ella con su vestido estampado de flores y el con su bigote a lo Jorge Negrete, bailan lento mientras escuchan: “Sentó a su lado la osamenta fría y celebró sus bodas con la muerta…”

La necrofilia es el tema central del bolero cuya letra procede del poema del mismo nombre. El autor de los versos fue el sacerdote venezolano Carlos Borges que se aleja de las virtudes celestiales para aferrarse a la carne amada con macabro resultado: “Ató con cintas los desnudos huesos, el yerto cráneo coronó de flores, la horrible boca llenó de besos…”

En los sesenta Cesar Ichikawa en medio de dos centelleantes bailarinas gogó cantaba la historia de una chica que falleció en los brazos de su novio tras sufrir un accidente de transito. “El último beso” consolidó al grupo nuevaolero “Los Doltons”, la canción que por momentos parece una plegaria fue escrita por el norteamericano Wayne Cochran en 1962.

“Al verme lloró, me dijo amor, allá te espero donde esta el señor…”. En la víspera de la navidad de 1961 una adolescente iba a su primera fiesta junto a su enamorado y otros amigos, la densa neblina impedía ver la pista y el automóvil que iba a una velocidad imprudente se estrelló contra un camión. Wayne que vivía cerca de la carretera escuchó el impacto y al llegar al escenario de la colisión encontró a un hombre que ayudaba a retirar el cuerpo destrozado de una chica, el de Jeannette Clark, la muchacha de “Last Kiss”.

“Ella por volverlo a ver, salió a verlo al mirador, el volvió con su mujer, ella se murió de amor” escribió el poeta cubano José Martí y casi un siglo después musicalizaría el mexicano Oscar Chávez, para con sus sencillos acordes ponerla en el firmamento de la Música Latinoamericana. EL poema y canción llevan el precioso nombre de “La niña de Guatemala”.

La niña es y seguirá siendo María García Granados y conoció a Martí cuando el poeta llegó a la capital guatemalteca para ejercer la docencia, ella se enamoró de su profesor. Mas él estaba comprometido con el amor de su vida, Carmen Zayas, con la que retornaría casado posteriormente. A María se le rompe el corazón al verlos y días después fallecería de Tuberculosis o como entonces se llamaba a la enfermedad: Mal de Amores.

“Se entró de tarde en el río, la sacó muerta el doctor, dicen que murió de frío yo sé que murió de amor…” escucho mientras reflexiono que redactaré pero solo puedo pensar en José Martí acariciando el rizo que le obsequió María García Granados y la fotografía donde ella escribió: tu niña, Guatemala.

Giro la rueda de la radio y doy con una de las emisoras que se encargan de brindarnos nostalgia con los denominados “recuerditos”. Las baladas se apropian de la voluntad de taxistas, oficinistas, ambulantes, enfermeras y los hacen cantar, susurrar o silbar la melódica tristeza. Comienza José luís Perales disculpándose por sortear su habitual repertorio romántico y continúa su “Pequeño Marinero” que el cantautor dedica a un niño que pereció ahogado en el pantano de Entrepeñas en España cuando hacia navegar un velero de juguete. “Y en la playa una mujer de luto, lloraba por la vida que no dio fruto…”

En septiembre de 1996 falleció la cantante de cumbia, Miriam Alejandra Bianchi o Gilda. Un camión arrolló el bus en el que viajaba y junto a la interprete de “No me arrepiento de este amor” murieron su madre e hija. Sobre el asfalto quedó el cassette con los temas del siguiente disco. La letra de “No es mi despedida” fue arreglada por Gilda el día anterior del accidente para asemejarlo a un presentimiento de la tragedia: “Quisiera no decir adiós, pero debo marcharme, no llores por favor no llores, porque vas a matarme…” Desde entonces y a diario visitan la tumba de Gilda en el cementerio de Chacarita en Argentina para pedirle milagros a la que bautizaron como la santa de la música tropical.

Cada vez que oía “Caraluna” me animaba su estribillo radiante “Mientras siga viendo tu cara en la cara de la luna, mientras siga escuchando tu voz…” luego supe que el ex Bacilos, Jorge Villamizar, había escarbado en su corazón hasta profanar un recuerdo y escribir aquello que por su cadencia nos confunde. “Tu huella el mar se la llevó, pero la luna sigue ahí, pero esa luna es mi condena…” Le inspiró su novia que se ahogó en la mar de una playa ecuatoriana.

Un hombre asesina a su mujer sin más motivo que los celos. En prisión, arrepentido y loco, cada noche baila sólo pero dice danzar con su esposa. La historia la relataron los reclusos al cantautor Víctor Heredia durante sus recitales por las cárceles argentinas, así surgió la idea de componer “Bailando con tu sombra” o “Alelí”. Con la metálica tensión de las seis cuerdas estremece oírle a Heredia: “Ya sabrá el infierno como hacer para aceptar, que baile en mi celda con tu sombra sin parar…”

El salsero Tito Nieves evoca a su hijo, muerto por el cáncer a los huesos, en la canción “Fabricando Fantasías”. Beto Cuevas le regala “Mas allá” a la fan que se suicidó por temor a nunca conocer al entonces vocalista de “La Ley”. Antes de los Fabulosos Cadillacs, Vicentico, con diecisiete años elaboró “Basta de llamarme así” al haber visto morir a su hermana Tamara por sobredosis...

Voy a la caza de más canciones con esqueletos, telarañas y brumas entre las líneas de sus pentagramas, para leer los armónicos epitafios, romper la podrida madera de sus misterios y ver a los habitantes de esos féretros sonoros. Yo recorro el último arpegio, mis dedos están resentidos y amoratados, el sonido aún permanece en el aire, confuso, ingrávido e inasible como un fantasma.