domingo, 20 de septiembre de 2009

Debajo de la Cama




Vivo en una antigua casona de lava volcánica contenida en sillares opalinos. Vivo solo en la antiquísima e inmortal mansión de habitaciones ocupadas por muebles coloniales sin rastro de las tecnologías de este siglo. Vivo solo y con un gato que me irrita la soledad.

Una vez cada semana viene un anciano para desbrozar el jardín de las hierbas olorosas, limpiar la casa minuciosamente y especialmente, a mi pedido, exterminar a todos las inquilinas de ocho patas que se refugian detrás de las pinturas de mi ascendencia y anidan sin respeto sus larvas en las calidas páginas del Conde de Lemos.

Mi temor a las arañas es parte del legado de mi padre. No soporto su tétrica y oscura fisonomía, de estrella deforme sobre el cielo despejado de mi pared. La observo exánime cuando después de una lectura cede la imaginación al sueño y en un ramalazo de realidad aparece veloz en el suelo en busca de mi mano.

La presiente mis escalofríos cuando baja lentamente y sosteniéndose de una seda casi invisible. Apuñalándome con los brillos de sus ocho ojos.

Araña, me conmociona su maldita naturaleza, no temo el veneno letal que algunas poseen sino su endemoniada figura y su instinto cazador y caníbal.

A veces las hallaba reinando detrás de una cortina. Sorteaba su dominio y la recluía en la habitación, clausuraba las puertas de acceso hasta la llegada del exterminador. En una ocasión desbaraté una geométrica red de cabellos y moscas. Fue mi hazaña con tizón, manos enguantadas y una hora de indecisión.

Pero una noche, hace ocho noches, antes apagar la luz descubrí a la intrusa. Primero fue una sombra después una mancha, pero las sombras y las manchas no se mueven.. La intensidad del lumen deformó mi visión, guardé los pies en la cama y presioné el interruptor. No demoré en percibir un cosquilleo en la mejilla, la sugestiva caricia me inquieto y me deshice del diminuto fantasma a bofetadas.

Di con el botón de la luz artificial. El visitante aún permanecía junto al cuadro de mi padre, comprendí que no dormiría mientras cohabitará en el cuarto con el arácnido. Avancé descalzo y recogí el arma de la mesa, un voluminoso libro de Julio Verne. En esta oportunidad el espolón del Nautilus arremetería contra la tejedora Aracné. No se movió, recibió el peso con solemnidad y valentía. No me detuve a descifrar el garabato de la muerte en el forro del libro y lo abandoné en el suelo, después vino la oscuridad y el siseo por el sueño del héroe vencedor.

En la primera hora del nuevo día sonó un golpe: una puerta al cerrarse, un trueno distante, trescientas paginas en sólido contra el muro. Desperté y la primera imagen me aterrorizó, en realidad fue la segunda imagen. La primera fue una silueta estelar y al alumbrar la estancia quise gritar pero ni el grito apareció. Una descomunal araña se sostenía de la bóveda de mi habitación.

No me refiero a esas especies tropicales que llegan a los veinte centímetros de largo y poseen patas tuberosas y peludas, mandíbulas fuertes pero estériles.

La araña que veía mientras me escondía más y más debajo de las sabanas era una especie doméstica pero de dimensión monstruosa. No podía urdir una escapatoria solo la esperanza del grito y el sobresalto en la cama para respirar aliviado y sudoroso después de la pesadilla. Era mi única salvación, pero eso no ocurrió.

Permanecí expectante de aquella terrorífica constelación hasta que se movió. Mi corazón también se descolgó ante el acontecimiento. La amenaza ahora descendía por una cuerda brillante, sin prisa, pero vigilante.

Seguí hipnotizado su vientre de terciopelo, encontré la irregular marca de unión con el tórax acorazado y brillante. Sus patas de dos metros, aproximadamente, pincharon la madera del piso. Construyó con su anatomía una celda alrededor de mi cama y su cabeza de ocho guías se dirigió a mí. Con agilidad sucumbió bajo el lecho, se escondió y rozó con una de sus extremidades mi brazo, percibí su piel dura o esqueleto áspero y me desmaye hasta el amanecer.

Al despertar no me atrevía a bajar los pies en busca de los zapatos pero me convencía íntimamente que los sueños son reflejo de los miedos y se sobredimensionan por las angustias del día o las comidas abundantes. Caí sobre el suelo, convencido, habría hecho algunas flexiones o arreglado el desorden de mi mesa pero distinguí una ganzúa velluda apretando la sábana caída. El extremo descuidado del habitante de mi dormitorio me hizo correr por el pasillo hasta el umbral. Recogí algunas ropas del cuarto de lavado y escape de mi casa.

Estuve siete días en la ciudad, en la incomodidad de un cuarto de hotel, con insomnios que vencía al amanecer, sueños que duraban nada y lo poco que duraban estaban infestados de ocho patas. Me curé la aracnofobia sin conocer el remedio, fue la humillación, y al octavo día retorné a la casona para ahuyentar a la invasora. Recorrí cada habitación con la pistola que compré en mi cumpleaños anterior, nunca la había usado. Revise mi cuarto, me asomé bajo la cama y apunte la lenidad de una incipiente pelusa que desapareció con el estruendo, la bala perforó el grueso del marco de la ventana.

Abracé la almohada y dormí satisfecho. Un ruido constante se entrometía y molestaba mi descanso. Supongo que el Rigor Mortis cedió, los dedos se desplazaron un poco y el objeto que sostenía cayó sobre mí. Parpadeé con el ceño fruncido de dolor y levanté el pesado cuerpo. El libro tenía en letras doradas escrito sobre un paisaje marino: “Veinte Mil Leguas de Viaje Submarino” y la palabra –Viaje- sucia con una mancha cobriza.

Subí la mirada, chisporroteaba el circuito de iluminación y cruzaban el cielo abovedado fibrosas cuerdas que componían un enigmático tejido adornado con dos bulbos de distintos tamaños. Las presas fueron momificadas y envueltas en la seda de la colosal araña. Una mano blanca aparecía en las enrevesadas telas y la otra capsula obviamente protegía las entrañas apetitosas del felino. Caí de la cama cuando intenté recoger la pistola y en la guarida oscura, bajo mi lecho y detrás de mis zapatos, brillaron ocho puntos al acecho. Dispare varias veces…

-º-º-

-¡Disparé y disparé!-. Repetía el excéntrico viejo mientras los hombres de blanco le revisaban con sus instrumentos y no podían evitar distraerse viendo el decorado de la cámara, con cuerdas que trazaban supuestas trampas arácnidas. –Estaba loco antes de que le picara la araña- comentó el viejo jardinero. No encontraron los dos puntitos carmesí pero la sintomatología era propia de un veneno corrosivo, probablemente el de una viuda negra. Deliraba envuelto en la sabana y lo sacaron del pulcro ovillo. La necrosis palpitaba sobre sus piernas, estomago y brazos: no sobreviviría. -Le disparé pero sigue viva, esta escondida ahí-. Les conmovió su perturbación, sus últimos minutos de locura. Pero aun así, nadie quiso mirar siquiera a donde apuntaban los ojos del moribundo.

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