miércoles, 20 de enero de 2010

martes, 19 de enero de 2010

ONE PLAYER

Presiona con desenfreno los botones rojos y verdes, la pantalla del videojuego abre y cierra sus fauces luminosas sobre él. Maniobra la palanca, patea, golpea, palmotea el tablero. Los sonidos electrónicos se dispersan sobre sus ideas, el brillo de cada puñete se pega en su retina y solo un resplandor maravilloso detiene su furia. Un grito de guerrero viene de los parlantes del aparato y apacigua sus manos.

La sonrisa, interminable curva, se abre en la cara del pequeño y a ella le precede la risa. La carcajada se ahoga entre la bulla de otras máquinas y el desquicio de otros jugadores.

-Nadie le vencerá- solían decir del último rival en el juego de los peleadores callejeros. Un general de uniforme rojo, botas marciales, rostro duro, asombrosa habilidad y poderes sobrenaturales. Contra él íbamos después de clases para hacer posible lo imposible.

Aburrido de tantos exponentes y cosecantes escapé. Más tarde de saltar la barda del colegio y antes de insertar la ficha me di cuenta del suceso milagroso. Alguien jugó, probó la victoria y marcó su record en la memoria de la consola junto a sus iniciales distinguidas y envidiables.

De los muchos sueños elaborados a esa edad siempre preferí soñar dejar mis nombres grabados en el ranking del torneo. Batir y vencer a los mejores con una sola ficha, terminar el round final con el enemigo inconciente en el suelo en medio de la ovación de anónimos y virtuales espectadores del último escenario de las luchas.

-Miren a Carlitos, esta en otra, mucho vicio- comentó el de mi costado, desatendiendo la advertencia del profesor de matemática. Carlos ojeaba el libro sin necesidad de hacerlo y sus ojos revisaban su lado derecho e izquierdo, parecía sufrir el acecho de alguien o algo invisible para los demás.

-Estaba a punto de matarlo, de ganar, lo juro por mi vida- relató en el recreo, en el baño repleto de alumnos y nosotros atendíamos aguantando las palabras porque queríamos preguntarle pero le dejamos hablar y contarnos su historia. -Jugaba como nunca, sin poderes, nada, pura técnica y le doy hasta tontearlo y cuando voy a rematarlo… me detienen unas manos que salen del televisor-

Las brillantes manos, frías como el vidrio, le impidieron realizar los movimientos y detuvieron sus dedos antes de que alcanzara los controles. El oponente se recuperó, con una magnifica combinación de puños y tacos, y venció rápidamente a Carlos, recién los fantasmales brazos desaparecieron. Con espasmódicos gritos, sofocado por el miedo, cayó al piso conmocionado.

-No le creo nada- conjuró Marcos y pescaba una mosca para quitarle las alas. Caminábamos sin percatarnos de los avisos en cada poste y cubriendo las paredes descascaradas de las calles feas por donde íbamos. No atendimos a la información de los papeles: Un muchacho de nuestra edad estaba desaparecido. Si en lugar de mirar a la chica del uniforme granate hubiera leído el comunicado, quizás identificaba los nombres o las iniciales del chico y me daba cuenta que coincidían con las del único vencedor del videojuego de los peleadores callejeros.

-Si apretas hacia abajo, luego arriba, rápido y después le das a ambos botones da un golpe especial, solo para maestros- recomendaba miguel y desperdigaba trocitos de galleta sobre los comandos del popular juego. Marcos lo hizo diestramente y consiguió una maniobra imposible según las leyes de la física pero factible en el universo de los circuitos y los chips. El oponente no pudo detener el ataque en ese plató sin gravedad y recibió la paliza mientras su barra de energía se redujo aceleradamente.

Le alentamos la voluntad, compró más fichas, y fue empecinado por otro intento al ser vencido por el gimnasta de la mascara y las cuchillas a modo de garras. Cayó el boxeador, penúltimo combatiente, y se abrió la esperada escenografía. Todos coreamos el nombre de Marcos mientras en una ráfaga eléctrica entró el general con su sangrienta indumentaria. Uno, dos, tres, comenzó a correr el reloj y también ambos a repartirse patadas extravagantes.

Todos gritamos ante el enfrentamiento, nuestro amigo ganaba, se desesperaba con los mandos de su personaje. Jalaba y empujaba la palanca, hincó sin misericordia las teclas y se remeció el armatoste. –un tinco y te haces famoso- El rival estaba a punto de caer y entonces ocurrió.

Observamos desentendidos los tentáculos radiantes que surgieron de la pantalla y germinaron en curiosas manos donde podíamos ver el paisaje artificial y a los deformados luchadores. Esas cosas atraparon a marcos, no le dejaban tocar los controles, nosotros tirábamos de él para ayudarle y no lo conseguimos.

Perdió la pelea y mucho más. Cuando el fantasma le liberó él lloraba y rezaba asustado, lo supe al percibir en el roce, su piel erizada. Nos abrazó e intento caminar, sus zapatos resbalaron, tuvimos que ayudarle y le cargamos. Al llegar a la puerta del salón miré hacia atrás y solo quedaba el rótulo chillón: El juego terminó. La maldita lápida, el odiado epitafio y la risa grotesca del retador, la burla del vencedor sin alma, pero junto a ella otra risa, aguda, la risotada de un niño.

Al crecer los recuerdos se confunden con fantasías y anécdotas, cuesta separar las ficciones, las ensoñaciones y pesadillas de los acontecimientos reales, amenos y vergonzosos. Lo que me hace temblar es confrontar la verdad porque hacerlo me consumiría en la locura.

En uno de esos recuerdos yo vuelvo a la cabina, comienzo a jugar y desde el principio reconozco a uno de los personajes cuadriculados y desatendidos del juego. Es el niño perdido. “Llevaba un polo celeste con rayas verdes, pantalón forrado con gamuza en las rodillas y zapatillas azules y si le ven llamen al siguiente número telefónico…”. Él observa las peleas como un decorado más del artificio electrónico, sin embargo esta presente en todos los pintorescos escenarios y dispuesto a impedir, en el momento final, superen su record.

miércoles, 6 de enero de 2010

ADORNO DE NAVIDAD



El circuito de luces ilumina el paisaje en miniatura donde pastan vacas, pían pollitos, balan las ovejas más blancas y quiquiriquean gallos sin cresta, descalabrados en las navidades pasadas. Una acera plomiza divide el papel manchado y conduce a los pastores a una cabañita de palos y techo de mimbre. En el umbral del hogar esperan, para contemplar el milagro, tres hombres con turbantes y obsequios. Bajo dos campanas de oro arrullan el padre y la madre al niño cubierto con un pedazo de periódico viejo porque aún no ha nacido y nadie debe verle.

Es una satisfactoria labor artística disponer cada figura, acomodar los pliegues de los papeles y dar la apariencia de pasto agreste con las arrugas en el crepé y la abundante mixtura verde. Los animales y el misterio como denominan al conjunto conformado por la sagrada familia y los reyes magos permanecen en sus capsulas, embrollos de hojas amarillas, hasta diciembre y recién les despertamos del polvo y las arañas marchitas con nuestro entusiasmo de fiesta.

Cada año mis padres y hermanos aumentan la población del nacimiento familiar. Esta vez mi madre nos emocionó con una robusta borrega amamantando a su chiquito. Mi padre presume una pareja de ciervos distintos a los demás por el trabajo depurado del artesano y las vistosas cornamentas. Mi hermana sumó a la fauna una representante autóctona, una alpaquita, la vio y no se movió del sitio ambulante sino hasta la anuencia de papa para comprar al auquénido con las alforjas.

Sin embargo, el último adorno lo consiguió mi hermano mayor. Sustrajo de su mochila un paquete y del paquete tras cortas las pitas y deshacer el envoltorio surgió el novedoso personaje.

Una figura desde Ica, desde el mismo Chauchilla, comentó mi hermano, orgulloso de engalanar la nochebuena con la antigüedad nasqueña. No pusimos en duda su originalidad y la verosimilitud de la pieza. El cazador de arcilla, así lo llamé porque al ubicarlo en el nacimiento distinguí algo parecido a un cuchillo en su cinto. No lo pensé dos veces y le di el rincón más apartado del pesebre.

Cuando el sol distrae su mirada de esta región para dar paso a las estrellas de inmediato vamos por los interruptores. Tras enchufar el cordón de la electricidad una secuencia de esferas de varios colores se encienden y las bombillas parecen los frutos brillantes del pino de plástico. Una luz bien dirigida ilumina la estancia donde esperan María y José.

Me magnetiza la magia compuesta por los bíblicos habitantes de mi sala mientras titilan las granas multicolores al compás del villancico monocorde. Me encaminaba a encender los otros artefactos de decoración de la casa cuando oí un leve, fugaz y lastimero balido. Regresé al escenario y encontré al diminuto cordero rendido en el suelo, se había caído. Era la imagen más próxima al misterioso cazador de nazca.

Recompuse al animalito sin fijarme en algo que después se convertiría en un signo ominoso. Faltaban dos días para la natividad y las preocupaciones sobre los obsequios deseados, arreglos y saludos a los familiares y amigos me hicieron olvidar el episodio. El miércoles me llamó la atención la reprimenda de mi padre contra mi hermana. Encontró a sus ciervos tendidos y uno sufrió la fractura del distintivo cuerno. Ella se llenó de lágrimas y negó haber jugado con la pareja de venados, mi padre no le dijo más, no quería enojarse y enojarla un día antes de la víspera de navidad.

A pesar de mi tendenciosa fantasía aún no acusaba a mi principal sospechoso. Le observé y descubrí rasgos feroces en él. La pintura sobre la cerámica no ocultaba los relieves significativos. Un colmillo apretaba el labio inferior y sus fosas nasales estaban hinchadas, parecía oler el aire como una fiera.

El veinticuatro de diciembre hallé nuevas victimas. Eran tres los vencidos animalitos de yeso: un conejo, una vaca y una gallina. Al erguir a la simpática liebre, una de mis favoritas, vi una delgadísima línea roja sobre su espalda y acusé con la mirada al hombrecillo con el arma en la cintura. El los mató.

La misma marca se localizaba en el pelambre, plumas y lanas de los que habían sido abatidos anteriormente. Se habría paso en dirección hacia la casita donde nacería el niño dios. Al ritmo al que avanzaba el desenterrado del cementerio de Chauchilla estaría cerca de la medianoche bajo la radiante estrella de papel aluminio que cruzaba el cielo de cartón jaspeado.

Busqué el martillo de papá para detener la cacería pero al recoger la herramienta mi madre me tomó del brazo, me ordenó vestirme con prisa para salir. Con mis siete años las calles me deslumbraron con sus inmensos árboles vestidos de escarcha, los juguetes con sus corazones de litio invadieron las veredas y la gente en marejada se desplazaba con regalos. En un par de minutos de autos a control remoto, soldados rampantes y robots destellantes olvidé mi principal preocupación.

Después de las últimas compras, cansados de caminar supuse volveríamos sin más demora. No contaba con el plan de mis padres: Me dejaron junto a mi hermana en la parroquia local para escuchar la misa.

Ya sonreía la luna encima de nosotros, mi hermana iba botando la pelota y yo llevaba de una pata al oso que nos obsequiaron después de la ceremonia. Planeé entre la eucaristía y el último padre nuestro encerrar al desalmado asesino en el armario, bajo las camisas de papá. No efectué mi estrategia, de inmediato y desatendiendo a mi súplica, mi padre nos llevó a dormir para despertar y estar sin sueño el primer minuto de la navidad. No me dormiré, repetía mentalmente entre las sabanas y sin darme cuenta cerré los parpados hasta el estallido alegre de una bombarda. Solo faltaban diez minutos para el veinticinco de diciembre.

La noche siempre silente y oscura debió enardecerse ante la claridad y el ruido de la animosa gente. De todas partes saltaban sonrisas y los vehículos pasaban emitiendo bocinazos. Se abrieron flores maravillosas en el espacio, rosas y margaritas, de fuegos artificiales. El olor de la pólvora consumida hacia toser, entre tanto humo aparecieron los abrazos bien dados y desde la estancia venia la voz del locutor de radio: -Feliz Navidad- gritaba sobre la versión en cumbia del burrito sabanero.

Comprobaba los neumáticos de un ruidoso auto patrulla sobre la mesa cuando me llegó el miedo en forma de escalofrió. -Olvidaron descubrir al niño- dijo mi mamá después del brindis con champagne. Ella misma recogió el retazo de periódico avejentado, me acerqué temerosamente hasta donde retozaba el recién nacido e imaginaba ver la palidez de la muerte en su semblante. Sus padres tendrían felicidad o una horrorosa pena en sus rostros de yeso.

Acuné al pequeño en mis manos para revisarlo, mi hermana me ayudaba alumbrándome con los chisporroteos de sus luces de bengala. El niño de mejillas sonrosadas no revelaba ninguna marca o herida en el cuerpo. Le devolví a la camita de algodón en medio de un silente festejo. –Tomen caliente el chocolate- recomendó mi mama y disfruté el tibio aroma como nunca antes.

Llegó el tiempo de regresar a las cajas, los colgantes, el árbol, todos los objetos de la celebración, incluso los indeseables. Envolvía con incertidumbre a los rescatados y con tristeza a las figuras marcadas por el sanguinario. Un pastor situado muy cerca de cristo en la representación enseñaba en el cuello la saña del diminuto cuchillo. Impedí su acecho por ahora pero no seria suficiente y lo comprobaría.

-No deben jugar con estas cosas, a éste lo encontré en el cajón de mis camisas, son adornos delicados, envuélvelo y guárdalo con cuidado-. Ordenó mi padre y dejó el frío objeto en mis manos. Tomé al cazador, era la primera vez que lo sostenía, le puse el sudario, la sección de policiales, no aguante y lo estrujé dentro del papel.

El continuaría haciéndolo la siguiente festividad y un diciembre llegaría hasta el niño y no le dejaría nacer. Sentí un fuerte pellizco en la palma, desbarate el envoltorio y solté la figura de arcilla. Se quebró en cinco fragmentos y una arenilla negra se esparció en el piso. A aquel desastre le persiguió una gota de sangre, venia de mi herida, de la última firma del derrotado cazador.