martes, 19 de enero de 2010

ONE PLAYER

Presiona con desenfreno los botones rojos y verdes, la pantalla del videojuego abre y cierra sus fauces luminosas sobre él. Maniobra la palanca, patea, golpea, palmotea el tablero. Los sonidos electrónicos se dispersan sobre sus ideas, el brillo de cada puñete se pega en su retina y solo un resplandor maravilloso detiene su furia. Un grito de guerrero viene de los parlantes del aparato y apacigua sus manos.

La sonrisa, interminable curva, se abre en la cara del pequeño y a ella le precede la risa. La carcajada se ahoga entre la bulla de otras máquinas y el desquicio de otros jugadores.

-Nadie le vencerá- solían decir del último rival en el juego de los peleadores callejeros. Un general de uniforme rojo, botas marciales, rostro duro, asombrosa habilidad y poderes sobrenaturales. Contra él íbamos después de clases para hacer posible lo imposible.

Aburrido de tantos exponentes y cosecantes escapé. Más tarde de saltar la barda del colegio y antes de insertar la ficha me di cuenta del suceso milagroso. Alguien jugó, probó la victoria y marcó su record en la memoria de la consola junto a sus iniciales distinguidas y envidiables.

De los muchos sueños elaborados a esa edad siempre preferí soñar dejar mis nombres grabados en el ranking del torneo. Batir y vencer a los mejores con una sola ficha, terminar el round final con el enemigo inconciente en el suelo en medio de la ovación de anónimos y virtuales espectadores del último escenario de las luchas.

-Miren a Carlitos, esta en otra, mucho vicio- comentó el de mi costado, desatendiendo la advertencia del profesor de matemática. Carlos ojeaba el libro sin necesidad de hacerlo y sus ojos revisaban su lado derecho e izquierdo, parecía sufrir el acecho de alguien o algo invisible para los demás.

-Estaba a punto de matarlo, de ganar, lo juro por mi vida- relató en el recreo, en el baño repleto de alumnos y nosotros atendíamos aguantando las palabras porque queríamos preguntarle pero le dejamos hablar y contarnos su historia. -Jugaba como nunca, sin poderes, nada, pura técnica y le doy hasta tontearlo y cuando voy a rematarlo… me detienen unas manos que salen del televisor-

Las brillantes manos, frías como el vidrio, le impidieron realizar los movimientos y detuvieron sus dedos antes de que alcanzara los controles. El oponente se recuperó, con una magnifica combinación de puños y tacos, y venció rápidamente a Carlos, recién los fantasmales brazos desaparecieron. Con espasmódicos gritos, sofocado por el miedo, cayó al piso conmocionado.

-No le creo nada- conjuró Marcos y pescaba una mosca para quitarle las alas. Caminábamos sin percatarnos de los avisos en cada poste y cubriendo las paredes descascaradas de las calles feas por donde íbamos. No atendimos a la información de los papeles: Un muchacho de nuestra edad estaba desaparecido. Si en lugar de mirar a la chica del uniforme granate hubiera leído el comunicado, quizás identificaba los nombres o las iniciales del chico y me daba cuenta que coincidían con las del único vencedor del videojuego de los peleadores callejeros.

-Si apretas hacia abajo, luego arriba, rápido y después le das a ambos botones da un golpe especial, solo para maestros- recomendaba miguel y desperdigaba trocitos de galleta sobre los comandos del popular juego. Marcos lo hizo diestramente y consiguió una maniobra imposible según las leyes de la física pero factible en el universo de los circuitos y los chips. El oponente no pudo detener el ataque en ese plató sin gravedad y recibió la paliza mientras su barra de energía se redujo aceleradamente.

Le alentamos la voluntad, compró más fichas, y fue empecinado por otro intento al ser vencido por el gimnasta de la mascara y las cuchillas a modo de garras. Cayó el boxeador, penúltimo combatiente, y se abrió la esperada escenografía. Todos coreamos el nombre de Marcos mientras en una ráfaga eléctrica entró el general con su sangrienta indumentaria. Uno, dos, tres, comenzó a correr el reloj y también ambos a repartirse patadas extravagantes.

Todos gritamos ante el enfrentamiento, nuestro amigo ganaba, se desesperaba con los mandos de su personaje. Jalaba y empujaba la palanca, hincó sin misericordia las teclas y se remeció el armatoste. –un tinco y te haces famoso- El rival estaba a punto de caer y entonces ocurrió.

Observamos desentendidos los tentáculos radiantes que surgieron de la pantalla y germinaron en curiosas manos donde podíamos ver el paisaje artificial y a los deformados luchadores. Esas cosas atraparon a marcos, no le dejaban tocar los controles, nosotros tirábamos de él para ayudarle y no lo conseguimos.

Perdió la pelea y mucho más. Cuando el fantasma le liberó él lloraba y rezaba asustado, lo supe al percibir en el roce, su piel erizada. Nos abrazó e intento caminar, sus zapatos resbalaron, tuvimos que ayudarle y le cargamos. Al llegar a la puerta del salón miré hacia atrás y solo quedaba el rótulo chillón: El juego terminó. La maldita lápida, el odiado epitafio y la risa grotesca del retador, la burla del vencedor sin alma, pero junto a ella otra risa, aguda, la risotada de un niño.

Al crecer los recuerdos se confunden con fantasías y anécdotas, cuesta separar las ficciones, las ensoñaciones y pesadillas de los acontecimientos reales, amenos y vergonzosos. Lo que me hace temblar es confrontar la verdad porque hacerlo me consumiría en la locura.

En uno de esos recuerdos yo vuelvo a la cabina, comienzo a jugar y desde el principio reconozco a uno de los personajes cuadriculados y desatendidos del juego. Es el niño perdido. “Llevaba un polo celeste con rayas verdes, pantalón forrado con gamuza en las rodillas y zapatillas azules y si le ven llamen al siguiente número telefónico…”. Él observa las peleas como un decorado más del artificio electrónico, sin embargo esta presente en todos los pintorescos escenarios y dispuesto a impedir, en el momento final, superen su record.

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