sábado, 6 de febrero de 2010

8:15 AM / AGOSTO 1944

El día antes que la bomba cayera sobre Hiroshima, el buen Hiroshi conversó con su madre. Era una noche tranquila a diferencia de noches anteriores, aquellas de luces mortales y estruendos. El cielo solía ser un avispero que espantaba los sueños pero a esa hora solo la luna redonda como nunca ceñía con luz la pared de papel de la casita.

Rezaba y ella escuchaba, separados por la flama de la vela y envueltos en el aroma del incienso. Hiroshi había cumplido treinta años y vivía en la casa que le heredaron sus padres, no tenía hermanos ni familiares en la ciudad. Estaba enamorado de Hiromi que era diez años menor y correspondía a sus sentimientos.

Mañana le propondría matrimonio, el amor no sabe de guerras se repetía y le rezaba a su madre para que el día siguiente fue el mejor de su vida.

Antes de separar las manos agradeció su buena fortuna en medio de las noticias tristes, hizo una reverencia y dejó el rincón de la venerada fotografía.

Se acostó pero no pudo dormir por la ansiedad de ver el amanecer, observaba el espacio entre la puerta y el techo para ver un rizo del sol y cuando apareció realizó su jornada matutina con prisa, después fue a visitar a Hiromi y conversaron mientras paseaban por el senderito de piedras del bosquecillo al que los enamorados iban a dedicarse palabras tiernas.

Hiromi era su primer y único amor. Como un adolescente perdía el tiempo con ella, mirándola a los ojos, acariciando la seda de sus ropas hasta el blanco de su brazo y apretando sus labios con besos puros.

Ambos eran felices en sus paseos. Llegaron hasta el seto y entonces él estaba listo para pedirle a Hiromi que sea su esposa, antes de hacerlo le llamó la atención el silencio del mundo, no habían pájaros sobre los árboles ni insectos debajo de sus pies.

El la miró a los ojos y estaba listo, ella adivinaba y apretaba la alegría del alma, sus corazones probablemente latían al unísono pero todo terminó.

No escucharon el estallido y desaparecieron en un instante.

La bomba evaporó con sus ropas y huesos, sus anhelos en corazones.

Después de tanto tiempo, cuando el viento radioactivo levanta las hojas secas de los árboles atómicos. En medio de la naturaleza que se oye como un contador geiger, se pueden oír voces, perpetuadas y distantes una de la otra , en el bosque:

doko ni iru...doko ni iru...

eternamente

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