jueves, 11 de febrero de 2010

A TUS PIES

Esperó escondido en el pórtico del templo, repasando mentalmente los versos aprendidos y el cuaderno en sus manos se estremecía. El momento era el propicio para revelar los sentimientos de su rebosante corazón. Anoche llovió y las paredes exhalaban frescura, las plantas del jardín se desprendían del rocío, los caracoles hacían camino sobre los tallos con dirección a los botones de las flores.

Al amanecer saltó la verja del rosal, cortó la rosa de un pellizco, le quitó las espinas y la empapó en perfume. Revisó la flor escondida en el pañuelo, pensaba obsequiarla o aun prenderla en la cabellera de la esperada. Aspiró el fragante aroma combinado con el pudor de los pétalos sonrosados.

Su imaginación subió ligeramente por la enredadera de los sillares, acarició el vidrio de la ventana, sopló la cortina y entró fantasmalmente en la habitación. Ella duerme en una luz, la cabeza derrama sobre la almohada sus cabellos oscuros. La boca entreabierta cuida no se escape el alma, los dos labios sin carmín, vivos, con diamantes y espadas, se mueven con el vuelo de los inesperados suspiros…

El dios travieso del amor preparó el escenario, los personajes y el público esperaba. El viento dispersó las hojas secas por la calle y junto a ellas se fueron las ideas del ilusionado y llegaron al vestido aparecido sin aviso en la vereda. La jovencita le obsequió una sonrisa, el resuelto coqueteo guió su voluntad, resolvió acercarse y decirle todo.

Deshojó torpemente algunas palabras porque la memoria le traicionó y borró su discurso fabricado en la atención de las velas y el consejo de sus novelas románticas. Los pájaros le observaban atentamente desde las ramas y piaban más fuerte para interrumpirle. La palma derecha en una delicadeza cubrió la boca, aguantó la risa todo lo posible pero los ojos y las mejillas delataron el carácter tibio de la dama. El, con sinceridad, tartamudeó: -te amo- y su declaración fue precedida por la risa desconcertante de la bella. La respuesta fue superior a la pensada bofetada o la amable negación de la supuesta e inalcanzable musa.

-Estoy a tus pies- se rindió de rodillas el devoto de la desalmada. Ella prendió sus mejillas con rubores, enojada desbarató la rosa que el enamorado acercaba a sus manos. –A tus pies- repitió y las lágrimas mojaron el ruedo del vestido. No la vio irse, solo los remaches de las lagrimas sobre los puños de su camisa.

Aquella criatura hizo del desden el filo de su arma, de su orgullo, victoria y del ingenuo poeta, trofeo de su hermosura. No fue prudente y se envaneció de la hazaña. Al desairado le asediaban sus congéneres con risillas volantes a sus espaldas y burlescas representaciones del suceso en las esquinas. -A tus pies- le gritaban y simulaban llanto y berrinches. Quemó los versos dedicados en la caja donde los guardó como tesoros y en el crepitar sintió la risa humeante de la amada y las feroces risas del mundo.

De amor nadie se muere, pero hay excepciones. La pena le apagó el hambre y la cordura. Antes del final de la estación, al mandato de su deteriorada razón durmió sobre el sepulcro de su madre, a descubierto, desabrigado y en una noche lluviosa. Su debilitado organismo por la inapetencia no venció la tos y la sofocante fiebre. El joven murió al poco tiempo. En sus pesadillas, desvaríos por la temperatura, los que estuvieron acompañándole escucharon claramente: -A tus pies- después, al revisarlo, no tenía pulso ni respiraba.

Le enterraron y dejaron la cruz y el epitafio para no olvidarlo, cruz ladeada o aspa de hierro, una marca para encontrarlo entre los muertos.

Aquel papelito voló por encima de todos, se atascó en una rendija, burlo velozmente a los polluelos, se metió entre la hojarasca, esperó su momento, escapó en una corriente, alcanzó a la enredadera y subió, ondulante, por la blanca pared. Aprovechó el espacio para el aire, se metió resoplando y sobrevoló la habitación.

La preciosa dormía bajo la luz del candil y el ruido en la ventana la sobresaltó, la cortina se agitaba y al volverse encontró en la almohada la tira de papel. Estaba ajado y sobresalían los bordes quemados. Sostenía los últimos versos de un soneto cursi y repentinamente el cuarto se enfrió con el recuerdo inminente del fallecido.

Las mejillas de la hermosa joven se apagaron, el miedo la aturdió, la sangre se revolvió en sus venas y con esas sensaciones no sintió la sabana deslizarse. Mejor dicho ceder a la fuerza del inadvertido visitante. El, con ambas manos, sujetaba la seda y la arrastraba hacia si. Resplandecieron las pantorrillas de la mujer, desamparada, con todos los gritos indispuestos.

Percibió el olor de claveles marchitos de cementerio, el de un ramo fúnebre. Frente a ella se abrieron dos ojos luminosos donde se empozó su reflejo, su hermoso rostro desfigurado por el terror. El hombre o espectro tendió la mano derecha al tobillo y raspo con la uña sucia de tierra la piel ebúrnea de la desfalleciente:

-A tus pies, por siempre, como te prometí…-

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